1. El plan de Dios
Dios desea expresarse a Sí mismo por medio del hombre
(Ro. 8:29). Con este propósito, El creó al hombre a Su propia
imagen (Gn. 1:26). Así como un guante es hecho a la imagen
de una mano a fin de contener la mano, así también el
hombre fue hecho a la imagen de Dios a fin de contener a
Dios. Al recibir a Dios como su contenido, el hombre puede
expresar a Dios (2 Co. 4:7).
2. El hombre
A fin de lograr Su plan, Dios
hizo al hombre como un vaso (Ro.
9:21-24). Así, pues, el hombre es
un vaso que consta de tres partes:
cuerpo, alma y espíritu (1 Ts. 5:23).
Con el cuerpo podemos tener contacto con las cosas de la esfera
física y recibirlas. Con el alma, la
facultad mental, podemos percibir
las cosas de la esfera psicológica y
recibirlas. Y con el espíritu humano,
la parte más profunda de nuestro ser,
podemos tener contacto con Dios
mismo y recibirle (Jn. 4:24). El
hombre no fue creado meramente para recibir comida en su
estómago ni para acumular conocimiento en su mente, sino
para contener a Dios en su espíritu (Ef. 5:18).
3. La caída del hombre
No obstante, antes de que el hombre recibiese a Dios como
vida en su espíritu, el pecado entró en él (Ro. 5:12). El pecado
sumió al espíritu del hombre en una condición de muerte (Ef.
2:1), hizo que el hombre
llegara a ser enemigo de
Dios en su mente (Col. 1:21),
y trasmutó su cuerpo
convirtiéndolo en la carne
pecaminosa (Gn. 6:3; Ro.
6:12). Así que, el pecado
arruinó las tres partes del
hombre y le alejó de Dios.
En tal condición, el hombre
no podía recibir a Dios.
4. Cristo redime al hombre para que Dios pueda impartirse en él
A pesar de la caída del hombre, Dios no desistió de Su plan
original. Así que, a fin de realizar Su plan, Dios primero se
hizo hombre, el hombre llamado Jesucristo (Jn. 1:1, 14).
Luego, Cristo murió en la cruz para redimir a los hombres (Ef.
1:7), y así librarlos del pecado (Jn. 1:29) y traerlos de regreso
a Dios (Ef. 2:13). Finalmente, en resurrección, Cristo fue
hecho Espíritu vivificante (1 Co. 15:45), a fin de impartir Su
vida, que es inescrutablemente rica, en el espíritu del hombre
(Jn. 20:22; 3:6).